Cuando al «Yolo», mi hermano mayor lo retaban, yo con cinco años menos casi ni lo notaba, o mejor dicho, no me importaba. El con once y yo con seis no solo teníamos amigos diferentes en muchos casos, también nuestros juegos y gustos eran distintos. A mi la pelota y a el dibujar. Yo corriendo con la indiada y el coleccionando cosas. Yo negrito y el rubio. Yo bajito y el alto. Recuerdo una vez que mamá lo puso en penitencia, no recuerdo el motivo pero si tengo presente que en esa oportunidad salió de mi la necesidad de apoyar a mi hermano grande. Puede que algo en mis ojos de niño me pareció injusto. Lo cierto que salí a buscarlo por la casa y lo encontré arrinconado en una habitación lagrimeando. Entre la puerta que daba para el fondo y un lavarropas blanco que tenía la Pocha, de esos antiguos, de tapa redonda, que solo hacian girar la ropa para un lado y para otro. Un mamarracho era. Sin dudas mamá se daba cuenta de la porquería que era porque siempre terminaba lavando en la pileta de hormigon, de aquellas que pesaban montones. Cuando lo vi sentí la necesidad de acercarme para aún en silencio demostrarle mi apoyo. Grave error. Comprendi que no habia peor cosa que acercarse a un enojado en penitencia. Me dio una patada atrás. Bien dada. En el huesito dulce que le llamaban. No me dolió el orgullo porque ni sabía lo que era. Pero esa parte del cuerpo sí. y recibirlo por apoyar a quien mamá habia puesto en penitencia me impedía llorar. Y me aguanté mientras me alejaba de la zona peligrosa. Pasó el tiempo y al flaco lo retan de nuevo. Como los seres humanos aun siendo niños tropezamos dos veces con la misma piedra ahi fuí, de nuevo a dar apoyo sicológico. No se que cosa me dijo que no me gustó, y justo se nota que yo andaba medio de pocas pulgas. Aun hoy lo veo. Me grita el Yolo y darle una piña en la nariz fue todo uno. Cuando vi que le salía sangre no lo dudé. Salí corriendo de casa gritando, lo maté!!!!. Era de tardecita. Me frenaron la Chocha y Borgunder. Ya estaba llegando a donde ellos vivían, casi a media cuadra. De allí me trajo mamá. Y en casa respiré tranquilo. El muerto estaba re vivo, ya sin penitencia y con un algodoncito en la nariz.