La casa tenía un fondo grande, gallinero con palmera al medio, delimitando a la derecha con lo de Borges y a la izquierda con la casa de los Corbo y separado con un tejido pero unido por un portoncito de madera el fondo de mis «abuelos» de corazón, don Román y doña Antonia. Altos, Román con una marcada calvicie y Antonia de cabello largo, canoso, que habitualmente lo llevaba con una trenza o un moño. Los dos de ojos claros y buenos, porque ellos eran buenos, cariñosos. Eran como padres para mamá Pocha. La playa la conocimos con ellos, en su cachila, mojarrero, botella para pescar, pan, fiambre, torta y jugolín. Que más se precisaba en aquella niñez para ser feliz. La Picada Varela. La Playa vieja. El arroyo Jesús María. Pero no solo esos paseos nos unían. Los recuerdo en la tarde escuchando la quiniela, la cantidad de novelas Corin Tellado que estaban sobre la mesa de luz. El tallercito que habia en el garage y donde, Román me permitía jugar a ser carpintero. Mamá siempre recordaba la vez que salieron temprano en su vehículo a pasar un día de pesca en Arazatí, cosa que hacían cada tanto. Tenían un espinel con un botecito de madera que era el que permitia la entrada hasta lo profundo del Rio de la Plata. De casi 100 metros de tanza e infinidad de anzuelos siempre algo enganchaba. En esa oportunidad se hacia la noche y no llegaban, cosa que entró a preocupar a la Pocha. Ya caída la noche llegan, la pesca que traían era gigante. Decenas de pescados, que evidentemente superaron sus expectativas y estiraron su estadía en la playa. Al otro día, pescados para todo el barrio!!!!. Así eran, los que me prestaron mi primer disfraz de Papá Noel para que recorriera la manzana al grito de «Jo jo jo feliz navidad!!!. Los que tenían largas charlas debajo de la higuera. Los vi felices y también, siendo adolescente los vi tristes por cosas de la vida, de esa vida que nos tocaba a todos en los 70. Román y Antonia, esos abuelos que no te da la sangre pero que se ganan por su cariño y bondad