Historias de barrio por Dardo Sellanes

La vía pasaba por sobre tres puentes en su trayecto a la estación que estaba a unas 8 cuadras de la canchita. En realidad ese era nuestro paseo permitido, ni tan lejos, ni tan cerca de las casas para la perspectiva de nuestras edades. Ver pasar el tren siempre era una aventura, no importaba verlo día tras día, en el ir y venir desde y hacia el lado de Colonia. Es que era grande realmente. La máquina, unos cuatro vagones de pasajeros y muchos vagones de carga, abiertos y cerrados. Volviendo a los puentes, estaba el que tenía pila de años sobre el arroyo Mallada, uno cortito donde terminaba calle Rio Negro y el que estaba sobre calle Artigas. Caminar por la vía cuando ya nos aburría todo era en cierta manera una aventura. Nos entreteníamos buscando piedras brillantes entre los durmientes, algún boleto que , si bien era un cartoncito bien chiquito, mordido por una maquinita que tenía el guarda y que algún pasajero tiraba, tenía cierto valor difícil de explicar para nosotros. A veces hasta monedas achatadas que otros gurises dejaban en los rieles para que las aplastara el tren a su paso y que después no las encontraban porque habian saltado, literalmente, hacia los pastos o alguna chilca. Yo hasta el puente de calle Artigas llegaba, nunca me animé a cruzarlo. El miedo que me daba era una diversión para mis amigos que lo pasaban para acá y para allá infinidad de veces mientras yo los miraba. «Dalé Dardo pasá», «el Dardo es cagón» o «Mariquita remolacha, que se mete con las muchachas», esta última frase que nunca entendí pero que siempre la tirabamos como arenga para que el otro se arriesgara a algo. Nada me movía y nunca lo cruzé. El otro de calle Rio Negro si porque eran 10 pasos y el del Mallada también porque como no pasaban autos por abajo no me daba tanto miedo. Ahora, adrenalina pura, para corajudos, era meterse en una cuneta profunda, por donde pasaba la vía, donde terminaba calle Rivera. Cabían como mucho 3 gurises. Esperaban que se viera el tren venir desde el oeste y se metían abajo mientras el resto miraba desde la canchita. El tren pasaba por arriba y ellos acurrucados en ese pequeño espacio . Cuando los valientes salìan eran todos gritos de admiración por los otros que siempre mirabamos sin ninguna intención de meternos ahí. Y empezaban las historias de los arriesgados, «que te tiembla todo, que puede caer aceite caliente cuando pasa, que te aturde tanto como un avión, que hasta el piso se mueve!!» y nosotros, ojos grandes, boca abierta, nos imaginabamos esos segundos de riesgo que en esa cuneta se vivía. Una vez sola y no se porque, me arriesgué y me fui con dos más al famoso lugar. Con un susto mayúsculo pero atento a las indicaciones de los dos experimentados esperamos el momento. Tren que se ve y abajo!!!. Me tembló todo, fueron segundos pero una mole pasando por arriba era una experiencia fuera de lo común. Cuando salí me sentí feliz, asustado pero contento de superar mi miedo y por un solo día pertenecer a los corajudos. Pero, y si la Pocha se entera? Si alguno de los que nunca se metieron le cuentan a mamá de mi locura?. Eso me dió más miedo que sentir el tren pasar por arriba. Por suerte nunca nadie le dijo y yo menos. En verdad si se enteró. Un día la visito con Tamara, mi hija, su nieta y le digo, mamá, te acordás del hueco donde se metían los muchachos cuando pasaba el tren?. Claro que me acuerdo, esos atorrantes haciendo bandideadas, menos mal que vos…. Mamá, yo me metí una vez!. Ahhh, pero yo a vos te mató!!! me respondió la Pocha como 20 años después.